TERCERA MEDITACIÓN
“EL CORAZÓN DE SAN JOSÉ”
San José es el hombre del silencio, un perfecto contemplativo. No tenemos absolutamente ninguna palabra salida de sus labios en ninguno de los Evangelios, sólo referencias: sus acciones y las de Dios con él y nada más. Pareciera que ante “la Palabra eterna” ha preferido abstenerse de las suyas para dedicarse a ser dócil a Dios y a contemplar.
San José, según las Escrituras, es sencillamente “un varón justo”, es decir, santo; pero como la simplicidad habitualmente dice mucho, de esta castísima alma no es poco lo que podemos considerar, ya que lo que falta salir de sus labios sobreabunda en su interior, pues ¿acaso el Dios Todopoderoso, que hizo una madre tal para su Hijo, no se buscaría al más indicado para encomendarle el cuidado de ella y de su Hijo?; ¿no es acaso la sencilla y “muda figura de san José” un corazón gigante?; en otras palabras podríamos decirlo así: el corazón de san José era tan noble y puro que “Dios le pidió un favor”; el cuidado de sus dos grandes tesoros: una madre Inmaculada y un Hijo encarnado, para que los custodiara haciendo de ellos, junto con él, la más ejemplar familia.
Como narra la Sagrada Escritura, san José al enterarse que la Virgen estaba encinta, quiso abandonarla en secreto… ¿pero, por qué si no dudaba de su integridad moral?, pues porque había “algo demasiado grande allí”, algo que lo superaba y era incapaz de comprender, ante lo cual, por humildad, simplemente quiso dar un paso atrás. Pero Dios le envió a su ángel para confirmarlo en su misión guardiana, y desde allí la cumplió fielmente en adelante. Veía crecer el vientre purísimo de María, y contemplaba allí la gestación de la redención. Ahora en el pesebre, su corazón paternal comparte ya la cruz del Niño Dios, al no poderle ofrecer un lugar más digno, y sufrir también el frío de la noche y el de la humanidad que no ha brindado calor a quien viene a ofrecer redención.
Aprendamos del corazón de san José a contemplar, a acompañar y custodiar, a aceptar la voluntad de Dios con fidelidad inquebrantable; a sufrir cuando “se aparta a Jesucristo”, y a hacer también por Él todo aquello que nos pida para involucrarnos en su inefable obra de la redención.
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