CUARTA MEDITACIÓN
“EL CORAZÓN DE MARÍA SANTÍSIMA”
Cuanto más espiritual es una persona, tanto mayor es su capacidad de comprender la voluntad divina, aceptarla y contribuir a su cumplimiento con santa docilidad; y mientras más puro es un corazón, mayor es también su capacidad de contemplar. Pues bien, María santísima es la mujer contemplativa predilecta de Dios, cuya alma inmaculada observa y atesora el nacimiento del Redentor y de la salvación que viene a ofrecerse a toda la humanidad, de parte del pequeño que reposa seguro entre sus brazos, recibiendo de ellos el calor que le negaron los pecadores también a su Padre. Y así como contrasta la inabarcable inmensidad de Dios con el Niño del pesebre, así también contrasta el cálido corazón de la Virgen con la frialdad de la noche, porque María tiene corazón de Madre: de una madre que contempla en su Hijo las consecuencias del amor de Dios; el milagro de la vida y el del nacimiento del Eterno en el tiempo… y acaricia, abraza y besa a su pequeño, porque esos son “los verbos propios de las madres”; y como tal también sufre, porque fuera de sus brazos lo único que tiene su pequeño Hijo para resguardarse es un pesebre… y María guarda todas estas cosas en su corazón.
La Virgen nos enseña en el pesebre, no sólo a contemplar a Jesucristo y preocuparnos de ofrecerle de nuestra parte lo que podamos para su gloria, sino también cómo ha de ser el dolor cristiano, el cual, a diferencia del de aquellos que no se apoyan en Dios, es un “dolor en paz”, porque la esperanza del creyente está en el Reino de los Cielos y toda su confianza está puesta en el Altísimo. Por eso quien “sabe sufrir, con fe” no desespera y aguarda con paciencia.
Aprendamos del corazón Inmaculado de María, a aceptar las pruebas que nos sobrevienen como ella: llenos de esperanza y con santo abandono a la divina voluntad, que de las más grandes cruces, penas y dificultades es capaz de hacer las obras meritorias que tienen valor de eternidad, como haber salido “desde un pequeño, frío y apartado pesebre, la salvación que llegaría a ofrecerse al mundo entero”; e imitarla poniendo los ojos en su Hijo, preguntándonos cada día qué quiere Él de nosotros para ofrecérselo con santa generosidad.
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